HISTORIA DE ROMA

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EL CULTO: Ese culto no era un acto de adoración, sino un género de comercio, un contrato entre los dioses y los hombres, cuyos pormenores estaban reglamentados por las leyes del estado, como las instancias judiciales.

Entre el dios y el creyente existían las mismas relaciones que entre el patrono y el cliente. El primero debía protección al segundo, y éste le rendía los honores deseados. Una ofrenda, debía ser un acto en regla; las fórmulas de orar eran compromisos. Cuando el dictador Camilo sitiaba a Veyos, ciudad etrusca, prometió el diezmo del botín al dios romano Apolo, ofreciendo además a Juno, diosa etrusca, instalarla en Roma. Cada dios tenía una cuenta abierta, porque el pueblo romano, acostumbrado al enjuiciamiento, entendía bien dar a cada cual lo que le era debido, así a los hombres como a los dioses.

A veces había confusión acerca de los términos del contrato y empleo de cuantas astucias puede valerse el litigante; lo prueba este diálogo entre Júpiter y el rey Numa: << Me sacrificarás una cabeza, decía Júpiter. — Muy bien; una cabeza de cebolla que cogeré de mi jardín. — No: quiero alguna cosa que haya pertenecido a un hombre. — Os daré la punta de sus cabellos. —Me hace falta un ser animado. — Añadiré un pececito. >> Júpiter desarmado, soltó el trapo a reír y aceptó el sacrificio.

Hecho el contrato, el dios quedaba obligado para con el creyente. Si no concedía lo que solicitaba de él, el contrato era nulo. A menudo, el peticionario hasta se irritaba contra el dios que no habla cumplido sus compromisos. Con motivo de la muerte de Germánico, el pueblo maltrató las estatuas de los dioses a los que se habían ofrecido sacrificios por la salud del príncipe. Del mismo modo se conducían los napolitanos hasta hace poco con San Jenaro, cuando no hacia el milagro anual.
Como los romanos veían dioses en dondequiera, cualquier cosa movía a acciones de devoción. Todos los actos tanto de la vida pública como privada empezaban con un sacrificio. La piedad consistía en no descuidar la menor nadería, el más ligero escrúpulo que, olvidado, podía ser causa de que la gestión fuera inútil.

Era necesario saber, en primer lugar, a qué dios había que dirigirse. Como éstos eran numerosísimos, había sacerdotes para informar a los devotos, porque << es tan útil saber, dice Varrón, que dios puede ayudamos en los diferentes casos, como saber donde vive el carpintero y el panadero >>. Conocido el dios, era preciso invocarlo llamándole por el nombre que convenía, para que oyese. El sacerdote daba la fórmula y el creyente, que siempre temía equivocarse, tomaba algunas precauciones. Ordinariamente, al dirigirse a Júpiter empleaba estos términos « Júpiter bondadosísimo, Júpiter potentísimo y aun más eres si prefieres otros calificativos A. En seguida precisaba bien lo que pedía, preparaba el sacrificio sin omitir un rito y leía la fórmula de las oraciones Porque una palabra olvidada hacía que fuese nulo cuanto había dicho y hecho, del mismo modo que, en la justicia, una fórmula mal pronunciada anulaba el enjuiciamiento. Hecho esto, se procedía al sacrificio.



 

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