HISTORIA DE ROMA

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LA MONARQUÍA IMPERIAL: Constantino completó la obra de Diocleciano acabando de organizar la monarquía imperial. Las asambleas, como el senado, que hablan subsistido, por lo menos en nombre, fueron suprimidas, y no hubo más que un emperador, una administración y súbditos.

El emperador era, desde luego, el señor, dóminus. Le acompañaba toda la pompa de los déspotas orientales. Llevaba túnica de púrpura, corona de oro; hacía que regaran polvo de oro bajo sus pies y sus súbditos se ponían de rodillas para hablarle. Era más que un hombre, una encarnación de Dios. De hecho, era el jefe religioso de los paganos, en calidad de Gran Pontífice, y pretendía ser jefe de los cristianos, como obispo exterior. Su persona era sagrada y todo lo que le rodeaba también lo era.

El emperador tenía a sus órdenes un conjunto de personas que constituían la casa imperial o palacio, y cuya jerarquía conocemos gracias a un almanaque llamado noticia dignitatum, lista de las dignidades. El palacio comprendía cinco ministros que formaban el consistorio sagrado y dirigían los servicios civiles o militares. Los dos principales ministros eran el gran chambelán o maestre de la cámara, y el gran canciller o maestre de los oficios, bajo las órdenes de los cuales funcionaba una multitud de agentes; ciento cuarenta y ocho escribanos o secretarios y mil cien correos. Todos los funcionarios tenían, como no hace mucho en Rusia, un titulo de nobleza, con insignias particulares, y el número de éstos, dice un contemporáneo, « era tan grande como el de las moscas en verano.»

Después de los ministros, que formaban la administración central, venía la administración provincial. Todas las órdenes partían de la capital y eran ejecutadas en las provincias por administraciones muy distintas. Ya no había, como antes, confusión entre las funciones civiles y las militares. La hacienda estaba separada de la administración propiamente dicha.

El imperio estaba dividido en cuatro prefecturas subdivididas en diócesis. Cada diócesis comprendía varias provincias, y cada provincia varias ciudades. Las prefecturas estaban administradas por prefectos, las diócesis por vicarios y las provincias por rectores.

Por debajo de los funcionarios civiles estaban los jefes del ejército: los grados más altos eran los de duques y condes, que correspondían a los de los generales actuales. El ejercito no se parecía en nana a aquel que había conquistado el mundo. Las legiones no eran sino de 1.500 hombres, y las tropas de la frontera, menos bien pagadas que las del interior, se componían en su mayor parte de bárbaros, que se llamaban letes o federados. Había, pues, bandas de invasores incorporadas al ejército, y, de esta suerte, los bárbaros se infiltraban lentamente en el imperio romano a la sazón muy mal preparado para defenderse.

Además esos soldados desertaban en masa y era preciso marcarlos a hierro para retenerlos bajo las banderas. Se acercaban los tiempos en que el imperio, ya sin ciudadanos ni soldados, iba a deshacerse con el choque de las invasiones.

 

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